Acaudalado atardecer
recogiendo los gastados anhelos
de una ciudad que clama,
a menudo,
por el deslumbrante amanecer
del tranquilo adinerado
y su calma.
Ciudad que hunde la atrofia
de su sonrisa y su tristeza,
que no entiende de la vida,
y se ahoga en la pereza
de los parados rostros
que mantienen respirando
a este gigante que no sueña.
Luces agolpadas, marcando caminos
que no alumbran tus ojos
y se ríen de las horas
en que apagan mis latidos.
Gente constante;
gente que ríe;
gente que sueña;
gente que arde
bajo el yugo de ese fuego,
incesante,
que calcina las pupilas
y marchita, imparable,
todo el color verde
del que tus recuerdos hablen.
Absorbe del rocío,
tal vez,
algo del agua
que mitiga la sed nacida
instaurada cual sentencia,
y muestra su ácida rabia
en las noches solitarias
donde el papel, siempre atento,
recoge de las manos
el encarcelado pensamiento.
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